En general, se suele aceptar que lo que marca realmente la diferencia entre las distintas economías nacionales en cuanto a su nivel de desarrollo es la productividad con la que emplean sus recursos productivos, es decir su dotación de riquezas naturales, capacidades humanas y equipamiento. No obstante, resultando extremadamente difícil asignar valores precisos a esta variable, se suele recurrir en la práctica al procedimiento más simple de calcular el valor del producto nacional bruto (PNB) o del producto interno bruto (PIB) como indicadores de desarrollo. Como es sabido, tales indicadores registran el valor monetario de todos los bienes y servicios finales producidos por una economía en el lapso de un año. No obstante, hay que tener presente que las discrepancias entre los resultados que arrojan estos dos indicadores pueden llegar a ser bastante significativas.
Además, como el indicador que se estima significativo es el PIB o PNB por habitante, es decir un promedio estadístico, se hace merecedor de todas las conocidas objeciones metodológicas que le restan validez cuando la población a la que alude exhibe una distribución clara y persistentemente asimétrica. Pero en el plano estrictamente económico, la impugnación mayor que puede hacerse a tales indicadores es la que deriva del hecho de que un mismo nivel de ingreso puede dar cuenta también de realidades que no admiten comparación posible desde el punto de vista de las fortalezas o vulnerabilidades del aparato productivo existente en el marco de los Estados nacionales.
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